Por Fernando A. Iglesias - Diputado Nacional de la Coalición Cívica
Querido Toty:
He leído con gran atención tu artículo “El dilema ético”, en el cual defendés con convicción la idea de que el derecho al trabajo es éticamente prioritario respecto al derecho de propiedad y a la libre circulación; de lo cual extraés la conclusión de que el corte de rutas y la toma de plantas está hoy plenamente justificada. No voy a entrar en el mérito de la cuestión que proponés ni en los planteos que hacés, con los cuales tengo muchas coincidencias y algunas disidencias, sino a señalar que –más allá de su indudable importancia- tu forma de encarar el problema obvia la que debería ser la pregunta inicial que se deberían hacer quienes promueven estos métodos de lucha, y que no se refiere a si esas acciones son legítimas o no sino a si son útiles a los fines que persiguen en este particular momento de la Historia. En otras palabras, la pregunta que creo que le falta a tu nota es: ¿conviene? ¿Convienen las tomas de fábrica y los cortes de ruta a los intereses de quienes defienden sus puestos de trabajo o cualquier otra reivindicación respetable? ¿Facilitan la difusión de los objetivos de la lucha y generan un clima social de simpatía con esas causas, o más bien todo lo contrario?
Como comprenderás, no es ésta una pregunta que pueda responderse en abstracto y según establezcan cánones ideológicos, sino que es una cuestión esencialmente pragmática de cuya acertada respuesta depende la resolución de conflictos que afectan a cientos de miles de trabajadores y la seguridad personal de cientos de ellos. Y bien, mi respuesta a la cuestión es NO. Un decidido NO. Aquí y ahora NO convienen las tomas, ni los cortes, ni los piquetes. No convienen porque el clima social y político que permitió su generalización a fines de los Noventa e inicios del siglo XX ha terminado. Independientemente de nuestros juicios éticos sobre ello, los amplios sectores de la clase media -y especialmente: de la clase media pobre que es la que más sufre estas medidas- que miraban con simpatía a los movimientos sociales los miran hoy, cuando sus propios empleos y retribuciones son afectados, con antipatía y recelo. Algo similar sucede con miles de trabajadores no sindicalizados ni politizados, que temen que en el presente contexto cualquier conflicto se transforme en una razón o una excusa para el recorte de puestos de trabajo y el cierre de plantas.
En breve, ante un piquete que cerraba una calle o autopista, buena parte de la clase media decía ayer “¡Qué vergüenza este gobierno, que no le da solución a los problemas de esta gente!”. Gran parte de los mismos sectores dicen hoy: “¡Qué vergüenza este gobierno, que no resguarda mi derecho a llegar a horario a mi trabajo!”. Insisto: podemos hacer los juicios éticos que queramos sobre esta realidad, pero lo que no podemos es ignorarla sin pagar pesadas consecuencias. Los métodos de lucha que ayer encolumnaban a la clase media, los trabajadores y los sectores marginalizados desunen hoy lo que la confluencia de intereses debería mantener unido. Aún más, conducen a la derrota y crean un clima en el cual casi cualquier forma de represión puede ejercerse sin daño político para el Gobierno, que recupera con creces por un lado lo que pierde por el otro.
De alguna manera, esta polémica me recuerda las que se sostenían en los años Setenta y Ochenta. Las de los Setenta, porque ante la oposición de muchos de nosotros a adoptar el método de la lucha armada siempre se contestaba defendiendo las supuestas razones que legitimaban esa lucha, nunca atendiendo a las evidentes razones de oportunidad y conveniencia. Las de los Ochenta, porque en la verde primavera democrática de aquellos años participaba yo de un grupo apartidario de filiación trotskista y pude ver, en primera persona, como la irresponsabilidad de direcciones supuestamente revolucionarias utilizaba las luchas obreras como trampolín a la fama, las conducía a la derrota, descargaba en los verdaderos trabajadores la mayor parte de las consecuencias y terminaba siendo funcional a los trece paros con que la CGT ubaldinista agasajó al que –mal o bien- fue el primer gobierno de la democracia, para después mandarse a guardar durante casi toda la época menemista.
Te escribo pues, querido Toty, muy preocupado por lo sucedido en Kraft y por los posibles efectos de la generalización de estos sucesos en el marco de una fuerte crisis económico-social, de la pérdida de control sindical por parte de la burocracia, de la proliferación de direcciones seguramente combativas pero dudosamente responsables, del creciente armamento de sectores piqueteros aliados al Gobierno y de un cambio de políticas de seguridad significativo en quienes habían hecho de la negativa a toda forma de represión una bandera electoralista. Desde luego, la enumeración de errores y dificultades no soluciona la cuestión social planteada, definida por la necesidad de dar visibilidad a las reivindicaciones de los trabajadores sin caer en el conflicto exasperado y la violencia física. Y bien, he meditado un poco sobre estos temas y quiero compartir con vos algunas reflexiones e ideas.
La primera es una consideración general: por más difíciles que sean las condiciones actuales no pueden ser más graves de las que enfrentaron las Madres en plena dictadura. Ahora bien: ¿cómo hicieron las Madres para hacer visible su lucha en una sociedad extraordinariamente represiva, en plena vigencia de la dictadura y sin cortar calles ni tomar instalaciones? Lo hicieron con imaginación y apelando a los símbolos, características centrales de una cultura genuina. Unos simples pañuelos en la cabeza fueron más fuertes que cien cortes de ruta. Una ronda alrededor de la Pirámide en torno a la cual se fundó este país fue más efectiva que cualquier toma. De alguna manera, la Carpa Blanca de los docentes durante los Noventa repitió aquellos logros. Sus claves: un punto de reunión, un lugar físico inocultable y enfrentado geográficamente al poder que se quería cuestionar sirvieron para poner la cuestión docente en la agenda política mucho más de lo que hubiera logrado cualquier toma de escuelas. ¿Por qué no razonar en estos términos? ¿Por qué no pensar métodos en los que la imaginación desafíe al Poder, como fue proclamado hace ya cuarenta años por aquella rebelión estudiantil que marcó -para bien, para mal y para siempre- el curso de los tiempos? Digo yo, con la modesta cuota de imaginación que me caracteriza: ¿Por qué no una Ronda de los Derechos Humanos del Presente, convocada por los grupos en conflicto por su derecho al trabajo, y al salario, y a los derechos sociales? ¿Por qué no una ronda convocada y presidida por trabajadores ocupados y desocupados que rodee, caminando pacíficamente, la Casa Rosada, en un día y un horario preciso de todas las semanas? ¿No daría eso una extraordinaria visibilidad a quines necesitan de ella para defender sus derechos? ¿No se renovarían sus participantes con cada nuevo despido masivo o cada denegación de derechos consagrados? ¿Y qué de una Carpa Azul de coordinación permanente de esa marcha instalada frente la verja que rodea hoy la casa de Gobierno? ¿No verían con simpatía estas iniciativas y esta demostración de civilidad quienes hoy protestan contra las protestas?
Probablemente mis ideas sean pobres y repetitivas, pero te invito a avanzar en el intento. Nuevos tiempos necesitan nuevos métodos, métodos que no favorezcan la guerra entre pobres sino su unión en pos de objetivos que sienten como propios todos los argentinos de bien: un país socialmente más justo, políticamente más libre y económicamente más avanzado, en el que todos sus ciudadanos tengan garantizado el derecho a la dignidad y la satisfacción de sus necesidades básicas.
Con el respeto de siempre
Fernando A. Iglesias
Diputado Nacional de la Coalición Cívica
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